El agua cristalina y apacible apenas mecía las posidonias entre las que se dejaban
ver y casi tocar los sargos.
Dejó por un momento la sombra del cañizo para acercarse a la
vieja barca llena de arena y leña quemada donde se asan los espetos.
Tomó un trozo de cisco y
sacó de entre las hojas de un libro la media cuartilla que le servía de
marcapáginas.
Apuró la cerveza .
Escribió con el carboncillo en el cuarto de folio: “Ni se os
ocurra venir a rescatarme”.
Lo dobló cuidadosamente y lo metió en la botella vacía.
La arrojó al mar y se tumbó directamente sobre la blanca
arena.
De vez en cuando una olita se encargaba de refrescarle los pies.
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