Liberó las latas de cerveza de la red de plástico que las convertían en unidad
indivisible para su venta y en trampa mortal para tortugas de mar. Cortó
religiosamente los aros uno a uno.
Usó una ínfima cantidad de detergente ecológico para lavar
los platos con el grifo cerrado.
Tiró de la cisterna en la que había metido unas botellas de
agua cerradas para disminuir la cantidad de cada descarga.
Bajó a los contenedores y clasificó cuidadosamente la basura
según los colores.
Subió las escaleras andando.
Pasó la fría noche bajo el edredón de plumas sin encender la
calefacción de propano.
Cambió la hora del reloj religiosamente cuando dijeron las
autoridades para ahorrar energía contaminante.
Se levantó al amanecer, cuando el sol ya asomaba por
levante.
Levantó la persiana sin encender ninguna luz.
Tomó un zumo de naranjas ecológicas que exprimió a mano.
Bajó a la playa.
Y a pesar de todo ahí estaba el cadáver del delfín. Rodeado de moscas, estudiosos,
curiosos, autoridades civiles y militares y el camarero del único chiringuito que
abría temprano para dar desayunos.
Aún olía a café. Pronto olería a cadáver.
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